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Eva Luna ISBN 13 : 9789028417045

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9789028417045: Eva Luna
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Extrait :
Uno

Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi
madre consultó para escoger mi nombre. Nací en el último
cuarto de una casa sombría y crecí entre muebles antiguos, libros
en latín y momias humanas, pero eso no logró hacerme melancólica,
porque vine al mundo con un soplo de selva en la memoria.
Mi padre, un indio de ojos amarillos, provenía del lugar donde se
juntan cien ríos, olía a bosque y nunca miraba al cielo de frente,
porque se había criado bajo la cúpula de los árboles y la luz le parecía
indecente. Consuelo, mi madre, pasó la infancia en una región
encantada, donde por siglos los aventureros han buscado la ciudad
de oro puro que vieron los conquistadores cuando se asomaron a
los abismos de su propia ambición. Quedó marcada por el paisaje
y de algún modo se las arregló para traspasarme esa huella.
Los misioneros recogieron a Consuelo cuando todavía no
aprendía a caminar, era sólo una cachorra desnuda y cubierta de
barro y excremento, que entró arrastrándose por el puente del
embarcadero como un diminuto Jonás vomitado por alguna ballena
de agua dulce. Al bañarla comprobaron sin lugar a dudas que
era niña, lo cual les creó cierta confusión, pero estaba allí y no era
cosa de lanzarla al río, de modo que le pusieron un pañal para tapar sus vergüenzas, le echaron unas gotas de limón en los ojos
para curar la infección que le impedía abrirlos y la bautizaron con
el primer nombre femenino que les pasó por la mente. Procedieron
a educarla sin buscar explicaciones sobre su origen y sin muchos
aspavientos, seguros de que si la Divina Providencia la había
conservado con vida hasta que ellos la encontraron, también velaría
por su integridad física y espiritual, o en el peor de los casos se
la llevaría al cielo junto a otros inocentes. Consuelo creció sin lugar
fijo en la estricta jerarquía de la Misión. No era exactamente
una sirvienta, no tenía el mismo rango que los indios de la escuela
y cuando preguntó cuál de los curas era su papá, recibió un bofetón
por insolente. Me contó que había sido abandonada en un
bote a la deriva por un navegante holandés, pero seguro que ésa
es una leyenda que inventó con posterioridad para librarse del
asedio de mis preguntas. Creo que en realidad nada sabía de sus
progenitores ni de la forma como apareció en aquel lugar.
La Misión era un pequeño oasis en medio de una vegetación
voluptuosa, que crece enredada en sí misma, desde la orilla del
agua hasta las bases de monumentales torres geológicas, elevadas
hacia el firmamento como errores de Dios. Allí el tiempo se ha
torcido y las distancias engañan al ojo humano, induciendo al viajero
a caminar en círculos. El aire, húmedo y espeso, a veces huele
a flores, a hierbas, a sudor de hombres y a aliento de animales.
El calor es oprimente, no corre una brisa de alivio, se caldean las
piedras y la sangre en las venas. Al atardecer el cielo se llena de
mosquitos fosforescentes, cuyas picaduras provocan inacabables
pesadillas, y por las noches se escuchan con nitidez los murmullos
de las aves, los gritos de los monos y el estruendo lejano de las cascadas,
que nacen de los montes a mucha altura y revientan abajo
con un fragor de guerra. El modesto edificio, de paja y barro, con
una torre de palos cruzados y una campana para llamar a misa, se
equilibraba como todas las chozas, sobre pilotes enterrados en el
fango de un río de aguas opalescentes cuyos límites se pierden en
la reverberación de la luz. Las viviendas parecían flotar a la deriva
entre canoas silenciosas, basura, cadáveres de perros y ratas,
inexplicables flores blancas.
Era fácil distinguir a Consuelo aun desde lejos, con su largo
pelo rojo como un ramalazo de fuego en el verde eterno de esa
naturaleza. Sus compañeros de juego eran unos indiecitos de vientres
protuberantes, un loro atrevido que recitaba el padrenuestro
intercalado de palabrotas y un mono atado con una cadena a la
pata de una mesa, al que ella soltaba de vez en cuando para que
fuera a buscar novia al bosque, pero siempre regresaba a rascarse
las pulgas en el mismo sitio. En esa época ya andaban por aquellos
lados los protestantes repartiendo biblias, predicando contra
el Vaticano y cargando bajo el sol y la lluvia sus pianos en carretones,
para hacer cantar a los conversos en actos públicos. Esta competencia
exigía de los sacerdotes católicos toda su dedicación, de
modo que se ocupaban poco de Consuelo y ella sobrevivió curtida
por el sol, mal alimentada con yuca y pescado, infestada de parásitos,
picada de mosquitos, libre como un pájaro. Aparte de ayudar
en las tareas domésticas, asistir a los servicios religiosos y a
algunas clases de lectura, aritmética y catecismo, no tenía otras
obligaciones, vagaba husmeando la flora y persiguiendo a la fauna,
con la mente plena de imágenes, de olores, colores y sabores,
de cuentos traídos de la frontera y mitos arrastrados por el río.
Tenía doce años cuando conoció al hombre de las gallinas, un
portugués tostado por la intemperie, duro y seco por fuera, lleno
de risa por dentro. Sus aves merodeaban devorando todo objeto
reluciente encontrado a su paso, para que más tarde su amo les
abriera el buche de un navajazo y cosechara algunos granos de
oro, insuficientes para enriquecerlo, pero bastantes para alimentar
sus ilusiones. Una mañana, el portugués divisó a esa niña de piel
blanca con un incendio en la cabeza, la falda recogida y las piernas
sumergidas en el pantano y creyó padecer otro ataque de fiebre
intermitente. Lanzó un silbido de sorpresa, que sonó como
una orden de poner en marcha a un caballo. El llamado cruzó el
espacio, ella levantó la cara, sus miradas se encontraron y ambos
sonrieron del mismo modo. Desde ese día se juntaban con frecuencia,
él para contemplarla deslumbrado y ella para aprender a
cantar canciones de Portugal.
—Vamos a cosechar oro —dijo un día el hombre.
Se internaron en el bosque hasta perder de vista la campana
de la Misión, adentrándose en la espesura por senderos que sólo
él percibía. Todo el día buscaron a las gallinas, llamándolas con
cacareos de gallo y atrapándolas al vuelo cuando las vislumbraban
a través del follaje. Mientras ella las sujetaba entre las rodillas,
él las abría con un corte preciso y metía los dedos para sacar las
pepitas. Las que no murieron fueron cosidas con aguja e hilo para
que continuaran sirviendo a su dueño, colocaron a las demás en
un saco para venderlas en la aldea o usarlas de carnada y con las
plumas hicieron una hoguera, porque traían mala suerte y contagiaban
el moquillo. Al atardecer, Consuelo regresó con el pelo revuelto,
contenta y manchada de sangre. Se despidió de su amigo,
trepó por la escala colgante desde el bote hasta la terraza y su nariz
dio con las cuatro sandalias inmundas de dos frailes de Extremadura,
que la aguardaban con los brazos cruzados sobre el pecho
y una terrible expresión de repudio.
—Ya es tiempo de que partas a la ciudad —le dijeron.
Nada ganó con suplicar. Tampoco la autorizaron para cargar
con el mono o el loro, dos compañeros inapropiados para la nueva
vida que la esperaba. Se la llevaron junto a cinco muchachas
indígenas, todas amarradas por los tobillos para impedirles saltar
de la piragua y desaparecer en el río. El portugués se despidió de
Consuelo sin tocarla, con una larga mirada, dejándole de recuerdo
un trozo de oro en forma de muela, atravesado por una cuerda.
Ella lo usaría colgado al cuello durante casi toda su vida, hasta que
encontró a quien dárselo en prenda de amor. Él la vio por última
vez, vestida con su delantal de percal desteñido y un sombrero de
paja metido hasta las orejas, descalza y triste, diciéndole adiós con
la mano.
El viaje comenzó en canoa por los afluentes del río a través de
un panorama demencial, luego a lomo de mula por mesetas
abruptas donde por las noches se helaban los pensamientos y finalmente
en camión por húmedas llanuras, bosques de plátanos
salvajes y piñas enanas, caminos de arena y de sal, pero nada sorprendió
a la niña, pues quien ha abierto los ojos en el territorio
más alucinante del mundo, pierde la capacidad de asombro. Durante
ese largo trayecto lloró todas las lágrimas que guardaba en
su organismo, sin dejar reserva para las tristezas posteriores. Una
vez agotado el llanto cerró la boca, decidida a abrirla de ahí en
adelante sólo para responder lo indispensable. Llegaron a la capital
varios días después y los frailes condujeron a las aterrorizadas
muchachas al convento de las Hermanitas de la Caridad, donde
una monja abrió la puerta de hierro con una llave de carcelero y
las guió a un patio amplio y umbroso, rodeado de corredores, en
cuyo centro se alzaba una fuente de azulejos pintados donde bebían
palomas, tordos y colibríes. Varias jóvenes de uniforme gris,
sentadas en rueda a la sombra, cosían forros de colchones con
agujas curvas o tejían canastos de mimbre.
 
—En la oración y el esfuerzo encontrarán alivio para sus pecados.
No he venido a curar a los sanos, sino a cuidar a los enfermos.
Más se alegra el pastor cuando encuentra la oveja descarriada,
que ante todo su rebaño congregado. Palabra de Dios, alabado
sea su Santo Nombre, amén —o algo por el estilo recitó la monja
con las manos ocultas bajo los pliegues del hábito.
Consuelo no entendió el significado de aquella perorata ni le
prestó atención, porque estaba extenuada y la sensación de encierro
la abrumaba. Nunca había estado entre murallas y al mirar hacia
arriba y ver el cielo reducido a un cuadrilátero, creyó que moriría
asfixiada. Cuando la separaron de sus compañeras de viaje y
la llevaron a la oficina de la Madre Superiora, no imaginó que la
causa era su piel y sus ojos claros. Las Hermanitas no habían recibido
en muchos años a una criatura como ella, sólo niñas de razas
mezcladas provenientes de los barrios más pobres o indias traídas
por los misioneros a viva fuerza.
—¿Quiénes son tus padres?
—No sé.
—¿Cuándo naciste?
—El año del cometa.
Ya entonces Consuelo suplía con giros poéticos lo que le faltaba
en información. Desde que oyó mencionar por primera vez al
cometa, decidió adoptarlo como fecha de nacimiento. Durante su
infancia alguien le contó que en aquella oportunidad el mundo esperó
el prodigio celeste con terror. Se suponía que surgiría como
un dragón de fuego y que al entrar en contacto con la atmósfera
terrestre, su cola envolvería al planeta en gases venenosos y un calor
de lava fundida acabaría con toda forma de vida. Algunas personas
se suicidaron para no morir chamuscadas, otras prefirieron
aturdirse en comilonas, borracheras y fornicaciones de última hora. Hasta el Benefactor se impresionó al ver el cielo tornarse
verde y enterarse de que bajo la influencia del cometa el pelo de
los mulatos se desrizaba y el de los chinos se encrespaba y mandó
soltar a algunos opositores, presos desde hacía tanto tiempo, que
para entonces ya habían olvidado la luz natural, aunque algunos
conservaban intacto el germen de la rebelión y estaban dispuestos
a legarlo a las generaciones futuras. A Consuelo la sedujo la idea
de nacer en medio de tanto espanto, a pesar del rumor de que todos
los recién nacidos de ese momento fueron horrorosos y siguieron
siéndolo años después que el cometa se perdió de vista
como una bola de hielo y polvo sideral.
—Lo primero será acabar con este rabo de Satanás —decidió la
Madre Superiora, pesando a dos manos aquella trenza de cobre
bruñido que colgaba a la espalda de la nueva interna. Dio orden
de cortar la melena y lavarle la cabeza con una mezcla de lejía y
Aureolina Onirem para liquidar los piojos y atenuar la insolencia
del color, con lo cual se le cayó la mitad del pelo y el resto adquirió
un tono arcilloso, más adecuado al temperamento y a los fines
de la institución religiosa, que el manto flamígero original.
En ese lugar Consuelo pasó tres años con frío en el cuerpo y
en el alma, taimada y solitaria, sin creer que el sol escuálido del
patio fuera el mismo que sancochaba la selva donde había dejado
su hogar. Allí no entraba el alboroto profano ni la prosperidad nacional,
iniciada cuando alguien cavó un pozo y en vez de agua saltó
un chorro negro, espeso y fétido, como porquería de dinosaurio.
La patria estaba sentada en un mar de petróleo. Eso despabiló
un poco la modorra de la dictadura, pues aumentó tanto la fortuna
del tirano y sus familiares, que algo rebasó para los demás.
Revue de presse :
Elogios para Isabel Allende y Eva Luna...

“La autora de La Casa de los Espíritus mezcla invención con vivencias, lo oculto y lo verdadero, cuento y mito, en un exótico placer de lectura".
Westfalenpost

Eva Luna es la energética narradora de la picaresca y esplendorosa tercera novela de Isabel Allende, una historia que abarca 40 años y va desde una jungla surrealista a una capital urbana de hoy en día donde hasta los más apolíticos son llevados a conducir riesgosas actividades contra el gobierno".
—Benedicto Elizabeth, Chicago Tribune

“La novelista Isabel Allende reorganiza la realidad con una mezcla de recuerdos, misticismo e imaginación. Ella inventa personajes atrapados entre la realidad y la fantasía".
The Philadelphia Inquirer

“Una novela notable, en la que una cascada de historias caen sobre el lector; historias vivas, apasionadas y humanas ... Una bella traducción capta la voz inolvidable de una mujer inteligente, fuerte e independiente ... Leer esta novela es como pedirle a tu narrador favorito que te cuente un cuento y recibir un centenar de cuentos!“
—Ryan-Alan, The Washington Post

“Maravillosa, repleta de lo extraño y lo fantástico, lo sensual y lo erótico. También habla con fuerza sobre la causa de la libertad. La voz poderosa y singular de Isabel Allende ya ha sido establecida. Si La Casa de los Espíritus no hubiera sido escrita antes que Eva Luna, esta pregunta no podría ser hecha: ¿A dónde vas cuando comenzás por la parte de arriba?“
Publisher's Weekly

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  • ÉditeurWereldbibliotheek
  • ISBN 10 9028417044
  • ISBN 13 9789028417045
  • ReliureBroché
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Isabel Allende
Edité par Wereldbibliotheek (1995)
ISBN 10 : 9028417044 ISBN 13 : 9789028417045
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